Autobiografía de
Herbert W. Armstrong

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Capítulo 12

LA DEPRESIÓN GOLPEA

            Después del nacimiento de nuestra segunda hija, Dorothy, convencí a mi hermano menor, Russell, para que regresara a Chicago y nos uniéramos en el negocio de la publicidad. Él había estado empleado en una oficina con la compañía Portland Gas & Coke de Portland, Oregon.

La experiencia de mi hermano.

            Yo le di la instrucción y la capacitación que pude, y lo envié a llamar a los posibles clientes –a que les vendiera espacios publicitarios en nuestras revistas. Sin embargo, luego de varios días, o quizá de varias semanas, él no logró nada. Yo sabía que él no había tenido nada de experiencia en este campo, así que decidí llevarlo conmigo –para que viera la forma en la que yo hablaba con los posibles clientes. Decidí que debíamos visitar a alguien a quien yo no conociera previamente.

            La cuenta de los tractores J. I. Case recién se habían cambiado a una nueva agencia, con la cual yo no había negociado. Decidí hacer la visita en esta agencia. Afortunadamente era uno de mis días “laborales”, a eso de las 10:30 a.m.

Yo quería darle un buen ejemplo a Russell. Quería mostrarle cómo se hacía. Así que fuimos juntos a la oficina. Con mucha dignidad me acerqué a la recepcionista.

            “Dígale al Sr. Blank que el Sr. Armstrong está aquí para verlo” dije con un tono positivo. Ya me había dado cuenta que este tipo de actitud, usualmente me llevaba directo con la persona que buscaba.

            El agente salió al área de recepción con mi tarjeta en la mano. Yo le había mandado esa tarjeta de presentación con la secretaria.

            “¿A qué diarios bancarios representa?” me preguntó.

            “A los nueve más grandes –todos los cuales son dignos de consideración” contesté rápida y positivamente. Casi con un tono de autoridad.
 
            “Bien,” dijo él, “pase.”

            En su oficina, yo me lancé inmediatamente a la situación que mis estudios habían descubierto. Coloqué en su escritorio una pila de cuestionarios que había hecho a los banqueros y a los distribuidores de tractores. Además, saqué de mi portafolio las clasificaciones y los resúmenes de mis estudios.

Él quedó tremendamente impresionado.

          “Sr. Armstrong,” dijo luego de haber revisado el material, “me pregunto si usted podría prepararme un informe que incluya las circulaciones, los tamaños de página, las tarifas, etcétera, de sus publicaciones”.

            “Ya los tengo aquí –preparados para usted” le dije a la vez que se los entregaba.

            Él me pidió que le preparara algunos otros informes. Yo busqué entre mi portafolio y se los entregué.

            Él me pidió que le enviara muestras de cada una de las revistas. De igual forma, yo fui a mi portafolio y se las entregué.

            “Bien,” dijo finalmente, “creo que esto cubre todo. Ahora, dígame Sr. Armstrong –veo que usted conoce este problema a profundidad y que conoce sus propias publicaciones. ¿Qué aconseja usted para esta cuenta de J. I. Case –qué revistas y cuánto espacio debe usar para alcanzar su objetivo con los banqueros?”
            “No deben usar nada más que páginas completas” dije con un tono de autoridad, “y deben usar las nueve publicaciones para alcanzar una circulación nacional; porque la distribución de J. I. Case es nacional. Además, deberían usar esto en cada edición, en un plan anual, porque ellos tienen un problema de educación, el cual requerirá de constantes anuncios educativos durante un extenso período de tiempo. Lo que se pretende es cambiar la actitud de los banqueros respecto a la agricultura mecanizada. Eso es un gran reto. Solamente puede lograrse con grandes espacios y requerirá tiempo. Y aquí tengo para usted la información y los argumentos que debe incorporar en sus anuncios a fin de convencer a los banqueros. Estos son hechos que los convencerán, si se los presenta constantemente en un espacio importante.”

            Le entregué el informe mecanografiado de los hechos y de los argumentos que mis estudios y mis entrevistas me habían revelado. Él nos dio las gracias y partimos.

Un contrato que rompió récord.

            Ya en el vestíbulo, de camino al elevador, le pregunté a Russell: “¿Crees que nos quedaremos en la lista de J. I. Case para los años próximos?”

            “Hombre,” dijo Russell, “claro que sí. Vaya, creo que él hará justo lo que le recomendaste. Creo que lo tenías literalmente ‘comiendo de tu mano'.”

            “Bien, ¿te ayudó esa experiencia, Russ?”

            Quedé absolutamente sorprendido por su respuesta.

            “No. En realidad no me ayudó. En cambio, me mostró por qué yo no he logrado ningún contrato. Mira, Herb, yo solamente tengo veinte años. Ellos me ven como un chiquillo. Tú tienes veintiocho. Tú has estado en esto por años y tienes experiencia que yo no he tenido. Tú tienes todos los hechos en la punta de la lengua. Tú hablas con seguridad y con autoridad. Conoces tu trabajo y hablas para mostrar que conoces tu trabajo. Ellos confían en ti inmediatamente. Pero yo aún no tengo todo este conocimiento. Además, no me veo tan maduro ni puedo hablar con tanta seguridad.”
            Quedé decepcionado. Al tratar de ayudar a mi hermano, en realidad me había encasillado en darle un ‘buen show' durante esta visita. Y todo salió al revés. Esto lo desanimó. Yo no sabía qué hacer al respecto. Lo que él dijo era cierto. A él le tomaría años el adquirir esa madurez física y todo el conocimiento del mercadeo –tal como me había tomado muchos años a mí el alcanzar esa madurez.

            Esa misma tarde, el agente al que habíamos visitado en la mañana, me llamó por teléfono.

            “Hola Sr. Armstrong, tengo buenas noticias para usted. Yo no se lo dije esta mañana, pero mientras ustedes estuvieron aquí, el presidente y el gerente de la compañía J. I. Case estaban acá, en la oficina de nuestro presidente, para elaborar las listas para el año próximo. Yo les llevé toda la información.”

            “Espléndido,” contesté, “pero ¿cuánto espacio?” Yo ya tenía la cuenta de J. I. Case, con sólo media página en tres revistas.

            “Página completa” contestó.

            “Espléndido, pero ¿en cuántas revistas?”

            “Oh, en las nueve revistas” contestó.

            Espléndido, pero ¿por cuántos meses?” Yo necesitaba saberlo.

            “Quince meses” contestó. “Comenzaremos con los números de octubre. Usaremos octubre, noviembre y diciembre de este año, y luego todo el calendario del año próximo, para hacer un total de 15 páginas en cada revista.”

            “¡Wow!” Este era el contrato publicitario más grande que se hubiera vendido a los diarios bancarios –al menos hasta donde yo sabía. Y quizás aún conserve su récord hoy. Para esa época, las tarifas publicitarias en todas mis revistas habían subido considerablemente. Mi comisión en este caso sería probablemente de unos $3,500 –una buena comisión para una visita de una hora.  
            Por un poco de tiempo, traté de mantener a Russell en el trabajo. Pero ya no en la venta de cuentas de tractores, sino en espacios publicitarios menores. Pero él era demasiado joven. Él buscó trabajo con un o de mis clientes –un fabricante de alarmas contra robo— y vendía sus sistemas de alarma a los bancos. Él viajó durante unos meses hacia Illinois y Winsconsin, con lo cual ganó cierta experiencia valiosa. Él se reunía con las juntas de los bancos a fin de presentarles el producto. Sin embargo, a pesar que le fue un poco mejor en esto, su juventud demostró ser un gran impedimento; así que decidió regresar a Portland, Oregon, a trabajar a la compañía de gas.

La depresión azota.

            En enero de 1920, el reconocido estadísta Roger Babson estaba disertando en uno de nuestros almuerzos de la Asociación de Comercio, los cuales se llevaban a cabo cada miércoles en el salón Cameo del hotel Morrison. A través del Club de Publicistas –el cual era una división de la Asociación de Comercio de Chicago— yo había sido miembro de la asociación por algunos años.

En aquél entonces estábamos en la parte alta de la ola de la prosperidad postguerra.

            “Señores,” dijo el Sr. Babson, “estamos a punto de entrar a la peor depresión comercial que nuestra generación haya experimentado. Les aconsejo a todos arreglar sus asuntos. Les aconsejo que no hagan planes futuros o expansiones hasta que esta depresión haya pasado.”

            En las mesas de ese gran salón, estaban los principales banqueros y ejecutivos de Chicago. Yo vi a mi alrededor. Vi sonrisas en las caras de estos hombres prominentes.

Durante los meses siguientes de 1920, la actividad comercial continuó con su gran éxito.

            En el verano de ese mismo año, asistí a la convención nacional de la Asociación Americana de banqueros en Washington. Mientras pasaba por la Casa Blanca, fui detenido en la entrada por una enorme limosina que estaba saliendo. En el asiento trasero iba el presidente Woodrow Wilson. Él sonrió y saludó con su mano a las pocas personas que íbamos pasando por el lugar en ese momento.

            El Sr. Wilson era el cuarto presidente al que había visto en persona. A la edad de cinco o seis años, cuando vivíamos en Marshalltown, Iowa, vi al presidente William McKinley. Él estaba dando un discurso desde su tren privado. El evento se clavó tanto en mi memoria, que lo recuerdo a pesar de haber estado tan solo comenzando mi infancia.

            Vi y escuché al presidente Theodore Roosevelt varias veces –tanto durante su administración como posteriormente. Me senté como a quince pies de él en un banquete de la Asociación de Comercio en el salón de baile del Hotel LaSalle en Chicago. Vi al presidente Taft, cuando él dio un discurso en Des Moines, Iowa. Sin embargo, desde que vi y saludé al presidente Wilson en 1920, no he visto a un solo presidente en persona –a excepción, claro, de verlos en televisión, desde que esto fue posible por la tecnología moderna.

            Un punto importante de ese viaje a Washington en 1920, fue una larga conversación que tuve –por más de una hora— con John McHugh en el vestíbulo del hotel Willard. El Sr. McHugh era entonces el presidente del banco nacional de mecánica y metales de Nueva York. Más adelante, a través de las consolidaciones de este banco y de otros dos en lo que se convirtió en el Banco Nacional Chase, el Sr. McHugh fue elevado a una posición dos veces mayor que la del presidente del banco más grande de la tierra. Recibió el título de ‘Presidente del Comité Ejecutivo'.

            Y alguien puede preguntar: “¿Qué mide la gloria?” en el mundo de los negocios. Hace algunos años, me detuve en las oficinas del Banco Nacional Chase y pregunté por los últimos días de John McHugh.

            “¿Quién? Jamás hemos oído de él” fue la respuesta que pude obtener de los empleados a los que les pregunté. Si él hubiese sido una famosa estrella de cine –en vez de un banquero— su nombre habría vivido por más tiempo.

            Había algo que me confundía mucho. John McHugh era el propio epítome de un caballero callado, culto y digno. Él era extremadamente atento, amable y cortés. Él naturalmente tenía muchos amigos, y muchos que se fingían sus amigos. ¿Cómo podría un amable caballero como John McHugh rechazar a un aprovechado y falso “amigo” que viniera a pedirle un préstamo inmerecido?

            Decidí preguntarle a uno de mis publicadores de diarios bancarios. “¿No toman ventaja los amigos y los conocidos de un alma tan gentil?”

            Él se rió y me dijo: “Oh, no. No te preocupes por la posibilidad de que tomen ventaja de la amistad de John McHugh. Su juicio es muy perspicaz –de otra forma él jamás habría ascendido a una posición tan alta en el mundo de los bancos. Nadie puede fingirle nada. Él simplemente permanece gracioso y amigable, y les explica que los préstamos de ese tipo son manejados por ‘tal y tal' funcionario. Luego les ofrece presentarlos con ese funcionario y expresar su confianza. Él siempre lo hace, pero tal procedimiento es una señal para el funcionario, quien ya sabe que deberá negar el préstamo. Entonces el amigo que buscaba el préstamo se enoja contra el funcionario –pero no contra McHugh, quien mantiene la amistad.”

            Antes del final de 1920, la depresión que predijo Roger Babson azotó –con furia repentina e intensa. Para enero de 1921, ya habíamos alcanzado y pasado su parte más baja.

“Los termómetros en la pared”

            Para esta época, Roger Babson estaba disertando otra vez en el hotel Morrison, en un almuerzo de la Asociación de Comercio.

            “Bien señores,” dijo él, “ustedes recordarán que hace un año yo les advertí que estaríamos en medio de la peor depresión que nuestra generación hubiese visto. Noté que muchos de ustedes sonreían con incredulidad en ese entonces. Y bien, ese tiempo llegó, estoy nuevamente aquí y la depresión está conmigo.”

            Los líderes del comercio de Chicago no estaban sonriendo ahora. El Sr. Babson procedió a explicar por qué supo él lo que venía, y por qué no lo supieron los ejecutivos.

            “Estamos a mediados del invierno,” dijo él. “Si queremos saber cuál es la temperatura en este salón, debemos voltear a ver a los termómetros que hay en la pared. Si deseo saber cuál ha sido la temperatura –hasta ahora— y cuál ha sido su promedio, debo ver el registro del termómetro.

            Pero si quiero saber xdebo ir a la sala de calderas y ver qué sucede allí. Ustedes, caballero, vieron los bancos, los índices de la actividad comercial, vieron las acciones –vieron a los termómetros de la pared; pero yo vi LA FORMA en que la gente estaba tratando con los demás. Vi la FUENTE que determina las condiciones futuras.

            Y he encontrado que esa fuente puede ser definida en términos de ‘RECTITUD'. Cuando más del 51% de las personas son razonablemente ‘justas' en sus transacciones, nos esperará una creciente prosperidaD. Pero cuando el 51% de las personas se tornan ‘injustas' en sus transacciones, nos acercamos a MALOS TIEMPOS.”

            Jamás he olvidado la explicación del Sr. Babson. Espero que mis lectores puedan recordarla también –y beneficiarse con ella. Yo pagué la lección con la pérdida de mi negocio.

            Cada uno de mis anunciantes de página completa en la industria de los tractores fracasó económicamente en esa depresión de 1920. Esta depresión borró mi negocio y mi fuente de ingresos –literalmente.

            Yo no era un desertor. Para ese entonces yo ya había aprendido a no darme por vencido. Pero no había aprendido que un caballo muerto está muerto. Por dos años permanecí en Chicago, tratando vanamente de revivir el negocio.